viernes, 7 de junio de 2013

Hace 10 años, acababa de dejar a mi novia en el portal de su casa. Ritual propio de la adolescencia. La mía estaba casi recién terminada. Mis 19 años los gestionaba con el ajetreo del deporte, los amigos, los estudios, los videojuegos y mi novia. Aquel día me desvié de mi camino habitual. Había obviado y prescindido del coche. Y me dispuse, después del acostumbrado y desganado beso obligado en la boca y el roce caído sobre su cadera y su nalga, a volver a mi casa por Schamann. Me solazaba aquella tarde de medio viento y parcialidad de soles y nubes. Mi casa estaba en la parte baja de la ciudad y descender por las junglas de la precariedad, la inmigración y el desorden me ponía especialmente; rarezas que condicionarían y condicionan mi existencia.

Eduardo estaba dentro del bar. En ese que entré para orinar. El exceso de cocacola light  me somete a esa servidumbre de tener que entrar en cualquier sitio para aliviar los excedentes de liquido corporal. Yo no lo vi. Entré rápido con cierto sentimiento de asco y curiosidad; mi asco era escrúpulo más que clasismo, o tal vez las dos cosas a la vez. Al salir me abordó. Me dijo que me conocía de algo, que yo había jugado al fútbol contra él, que nuestros equipos del instituto se habían enfrentado, que yo le parecí realmente bueno aunque un poco sucio, que deberíamos repetir aunque no fuese con los equipos oficiales del primer enfrentamiento y siguió hablando del deporte, los estudios, y más cosas que creo que ni ese día realmente procesé. Yo asentía, casi no hablaba, le miraba sonriente, dejaba con agrado que su mano se chocara con la mía o que en la torpeza de la bajada nuestros cuerpos a veces se arrimasen y tocasen por las inercias encontradas; realmente, yo nunca había jugado al fútbol y cuando llegamos a la puerta de mi casa le di mi teléfono con la instrucción animada y sutilmente esperanzada de que me llamara.



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