jueves, 13 de junio de 2013

En nuestro segundo encuentro la cosa fue más torpe, menos fluida, algo embarazosa, desquiciante y desconcertante, a la vez. Él me volvió a llamar. No volvimos a hablar de trivialidades ni de nada de fútbol, la excusa del primer encuentro. Quedamos en su barrio, en el bar donde me vio por primera vez, o eso me hizo creer. Aquella era su zona de influencia, de liderazgo y su verdadero reinado. Se podría decir y confirmar que fue el ámbito clave o decisivo de nuestra relación; aunque al final, la discreción y la cordura nos hizo habilitar un espacio más ajeno y menos poligonero.

Me acuerdo que vestía desenfadado, excesivamente informal: Cholas, pantalón corto, camiseta de tirantes. Su uniforme habitual.  Hablamos de su infancia. Hablamos de la soledad. Nunca me imaginé que personas como él: siempre acompañadas, líderes innatos e instintivos, rezumando energía, seguridad y prodigando constantemente vida y proyectos; pudieran arrastrar recuerdos dolorosos de la niñez y vacíos existenciales tan hondos e insaciables. Las cosas de tener una hermana drogadicta y una familia atónita, desesperada y en fuga ante el drama . Yo no sabía que decirle, me ponía nervioso la situación, no estaba preparado para acoger ni reorientar los problemas psicológicos de nadie y menos los lloriqueos de un matao; yo era joven y superficial, como procede, o de eso ejercía con vehemencia. Menos mal que me llevó a mi casa en su coche, y lo paró en una calle solitaria cercana al chalé donde vivía, y me besó en la boca mientras dirigía mi mano hacia su polla, rígida y gruesa, y me acariciaba la espalda y la hundía hasta mas abajo. Éso salvo la tarde y marcó el inicio de nuestra relación. Éso era lo que realmente quería desde hacia mucho tiempo, pero no lo sabía.

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